Las vacas   son animales fascinantes, y no sólo porque den leche y carne. Por   ejemplo, nos ayudan en el desarrollo de vacunas (vacinus, "vacuna" en   latín, deriva de vaca). Los pulmones de vaca se usan para fabricar   anticoagulantes, las placentas son un ingrediente importante en muchos   cosméticos y productos farmacéuticos, y el septo (el segmento de cartílago que   divide las fosas nasales) se convierte en un medicamento para la   artritis.
Con la sangre   se fabrica cola, fertilizante y la espuma de los extintores.   Con los huesos de vaca, entre otros ingredientes, se fabrica el líquido de   frenos, tal y como explica John Lloyd en El pequeño gran libro de la ignorancia   (animal).
Plinio el   Viejo recomendó una vez un brebaje a base de hiel de toro, jugo de   puerro y leche humana para curar el dolor de oídos (aunque sigo prefiriendo el   remedio de la abuela de unas gotas de aceite templado). Para la receta original   de margarina, Hippolyte Mège-Mouriés usó ubres de vaca en   lonchas, grasa de ternera, jugos gástricos de cerdo, leche y   bicarbonato.
Las vacas que están   en pastos rodeados por cercos de alambre pueden sufrir la enfermedad del   alambre. Está provocada por los restos de alambre, grapas y clavos que   tragan las vacas cuando comen. Para tratarlas se les administra un imán. El imán   se sitúa en la primera parte del estómago y permanece ahí toda la vida de la   vaca.
Si el cerco está   electrificado, entonces las vacas recuerdan perfectamente que intentar atravesar   esa zona produce dolor. Hasta el punto de que, si se retira el cerco, la   vaca no vuelven a travesar esa línea. Por mi parte tuve una pequeña   experiencia al respecto cuando viajé a Suiza, que quizá os apetezca leer para   reíros a mi costa: El día que fui a visitar la catarata donde murió Sherlock Holmes
 y   casi me electrocuto.
Pero las vacas,   sobre todo, son gigantescas fábricas andantes que contribuyen en el   efecto invernadero de la Tierra. La gente piensa que lo peligroso son   sus ventosidades, pero no es así. Lo que produce una media de 340 litros de   metano al día son los eructos de la vaca. O sea, el 4 % de las emisiones   mundiales de gases de efecto invernadero. La cría de ganado produce el 18 % de   todos los gases de efecto invernadero (más que todos los coches y otras formas   de transporte del mundo).
Así que no es   extraño decir que en Suecia existe un tren que funciona con el metano   que se extrae de los órganos hervidos de la vaca: un solo ejemplar es   suficiente para que el tren se desplace casi 4 kilómetros.
Steven D. Levitt y Stephen J. Dubner lo explican así en su libro Superfreakonomics:
Pues porque las vacas (y también las ovejas y otros animales rumiantes) son terriblemente contaminadoras. Sus exhalaciones, flatulencias, eructos y estiércol emiten metano, que como gas de efecto invernadero es unas veinticinco veces más potente que el dióxido de carbono emitido por los automóviles (y dicho sea de paso, por los humanos). Los rumiantes del mundo son responsables, aproximadamente, de un 50 por ciento más de gas de efecto invernadero que todo el sector de los transportes.
Tal es el peligro de   que las vacas destruyan el mundo con sus eructos que se está   investigando una píldora reductora de metano. Tendrá el tamaño del puño   de un hombre y se disolverá en las entrañas de la vaca a lo largo de varios   meses.
Resulta irónico que   las vacas, epítome de la contaminación, sean un complemento idóneo de un   decorado alpino, epítome de la ecología. Es como contemplar decenas,   cientos de basureros de residuos nucleares sobre un paisaje que podría funcionar   como fondo de pantalla de Windows
 y determinar que encajan allí perfectamente.   Así de contradictoria es a veces la naturaleza.
Por: Sergio Parra




