Como hasta hace poco ocurría con los SMS (que desarrollaron todo un lenguaje casi taquigráfico, tipo "ola k ase"), o como sucede actualmente con el zip, el arj o el rar, enviar mensajes en el pasado, antes de que existiera Internet, también era caro, de modo que ello trajo aparejado toda una tradición de compresión de mensajes.
No era más que una lista alfabética numerada de cincuenta y seis mil palabras inglesas, desde Aaronic hasta zygodactylous, más las correspondientes instrucciones. "Suponemos que la persona que escribe y la que recibe el mensaje están en posesión de una copia de la presente obra", señalaba Smith. "En vez de mandar sus comunicados en palabras, envían sólo números, o una parte en números y otra en palabras".
En realidad, el objetivo primero de esta clase de manuales fue la de encriptar los mensajes, a fin de que ojos ajenos no pudieran fisgonear en el contenido.
Pero la obra de Smith, como otros tantos folletos y manuales del estilo, como el de E. Erskine Scott Three Letter Code for Condensed Telegraphic and Inscrutably Secret Messages and Correspondece, facilitaban una forma de comprensión de los mensajes, y en consecuencia una forma de que éstos salieran más baratos o se transmitieran más rápido.
Abreviar los mensajes significaba ahorrar dinero. Los clientes pensaban que la mera sustitución de las palabras por números servía de muy poco en este sentido: costaba lo mismo mandar un mensaje con "3747" que con "pirita". Así, pues, los libros de códigos se convirtieron en diccionarios de frases. Su finalidad consistía más o menos en meter los mensajes en cápsulas, impenetrables a las miradas entrometidas y aptas para una transmisión eficaz. Y naturalmente, desde el punto de vista del destinatario, para sacarlos de ellas.
Los manuales de encriptación y condensación de mensajes ya no sólo contenían palabras sino nombres geográficos, nombres de personas, empresas que cotizaban en bolsa, y hasta registros navieros.
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