Al viajar por el Oriente, mantuve contacto con los monjes del Tibet, en Mongolia, Japón y China.
Eran hombres serenos, solícitos, reflexivos y en paz con sus mantos de color azafrán.
El otro día, observaba el movimiento del aeropuerto de San Pablo: la sala de espera llena de ejecutivos con teléfonos celulares, preocupados, ansiosos, generalmente comiendo más de lo que debían.
Seguramente, ya habían desayunado en sus casas, pero como la compañía aérea ofrecía otro café,todos comían vorazmente.
Aquello me hizo reflexionar: “¿Cuál de los dos modelos produce felicidad?”
Me encontré con Daniela, de 10 años, en el ascensor, a las 9 de la mañana, y le pregunté:
“¿No fuiste a la escuela?” Ella respondió: “No, voy por la tarde.”
Comenté: “Qué bien, entonces por la mañana puedes jugar, dormir hasta más tarde.”
“No”, respondió ella, “tengo tantas cosas por la mañana…”
“¿Qué cosas?”, le pregunté.
“Clases de inglés, de baile, de pintura, de natación”, y comenzó a detallar su agenda de muchachita robotizada.
Me quedé pensando: “Qué pena, que Daniela no dijo: “¡Tengo clases de meditación!”
Estamos formando súper-hombres y súper-mujeres, totalmente equipados, pero emocionalmente infantiles.
Una ciudad progresista del interior de San Pablo tenía, en 1960, seis librerías y un gimnasio; hoy tiene sesenta gimnasios y tres librerías!
No tengo nada contra el mejoramiento del cuerpo, pero me preocupa la desproporción en relación al mejoramiento del espíritu. Pienso que moriremos esbeltos: “¿Cómo estaba el difunto?”. “Oh, una maravilla, no tenía nada de celulitis!”
Fuente: Rincón del Bibliotecario
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